Capítulo 1-87: Lo que vino antes (Mega resumen)

Los vientos de invierno ya estaban aquí. Se hicieron esperar tanto que muchos llegaron a dudar de su llegada. Pero el invierno no olvida. El invierno aguarda. Y cuando despierta, lo reclama todo: reinos y reyes, hogueras y canciones, nombres y memorias.

No trae nieve: trae juicio.
No trae frío: trae el fin.

Jon Snow fue el primero en verlo. No en visiones ni profecías, sino más allá del Muro, frente al Rey de la Noche. Comprendió que el mundo no estaba listo. Que, si los vivos no se unían, todos perecerían. Pero las heridas del pasado aún sangraban. Las casas desconfiaban. El poder era codicia; los linajes, orgullo. La advertencia se perdió en el eco de disputas antiguas.

Para quebrar el silencio, Jon llevó a Daenerys más allá del Muro. No bastaban las palabras: ella debía ver. Y vio. Pero también fue vista. La emboscada fue rápida y feroz. Un dragón cayó. Y la Reina de Dragones fue marcada por una sombra que no la abandonaría.

Poco después, enfermó. Fiebres, delirios, pesadillas… su cuerpo resistía, pero su espíritu se debilitaba. Los maestres fallaron. Nadie pudo salvarla… hasta que alguien —llegada del pasado o llamada por el destino— intervino. Sin palabras, sin rastro. Al amanecer, Daenerys abrió los ojos. Sanó. Pero algo en su interior cambió.

De esa renovación nació un hijo: Jonaerys, fruto del amor entre Jon y Daenerys. Por un instante, los corazones cantaron. Por un instante, la oscuridad titubeó. Pero entonces, una profecía olvidada volvió: si ella no cumplía su destino, uno a uno, los que amaba serían reclamados por la sombra. Solo la Espada Prometida, la espada de la luz, podría detener el fin.

Daenerys quiso apartar esas palabras como quien aparta un mal sueño. Pero el Muro cayó. Sin lucha. Sin aviso. El Rey de la Noche lo atravesó como si nunca hubiera existido.

Reino tras reino fue cayendo. Raeghal murió. Drogon, herido, fue el último de su estirpe. Y entonces lo supieron: el fuego ancestral no podía destruir al Rey de la Noche. Él era inmune a las llamas de dragón. No había arma conocida que pudiera matarlo.

Con cada derrota, con cada caída, muchos nombres queridos fueron apagados. Voces que alguna vez llenaron salones y campamentos se extinguieron en la sombra, sin canto, sin tumba, sin despedida.

Fue entonces cuando Daenerys empezó a comprender. La profecía no era una metáfora, ni un símbolo lejano. Era una advertencia. Un destino que no podía seguir ignorando. Porque si no lo enfrentaba, todo lo que amaba —su hijo, su gente, el mundo mismo— sería reclamado por la sombra.

En King's Landing, la capital del continente, ya no quedaba gloria. Solo encierro y miedo. La ciudad, antaño abarrotada, ahora era casi un eco de sí misma. Gran parte de su gente ya no estaba. Habían partido, unos por decisión propia, otros por circunstancias que nadie se atrevía a nombrar.

No quedaban ejércitos. Ni aliados. Ni certezas. Solo una ciudad en pie.

El Rey de la Noche lo sabía. Desde el principio, no había querido un trono ni un reino. Su propósito era más frío y absoluto: extinguir la humanidad. Ahora, solo quedaba un latido de esperanza.

En la Bahía de Aguasnegras, Davos y Tyrion habían reunido una flotilla improvisada con lo que quedaba de la flota de los Greyjoy y los últimos barcos pesqueros. Si no encontraban cómo vencer, evacuarían a los supervivientes por mar antes de que la sombra cayera.

En lo más profundo de la Fortaleza Roja, los últimos portadores de esperanza se reunieron: Jon, Daenerys, Arya, Sam, Davos, Tyrion, Sansa… y el pequeño Jonaerys.

El enemigo ya marcha hacia ellos. Solo pocos días. Solo una ciudad en pie. Solo una oportunidad para evitar el fin.

El mundo dependerá de una sola elección.
Una sola y definitiva.
Antes de que la sombra caiga sobre la última llama.

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