King’s Landing ya no era un hogar.
Era una ciudad detenida en el filo. Silencio. Frío en las piedras. Sombras entre los muros vacíos.
Las murallas resistían, pero agrietadas. Las casas seguían en pie, pero muchas ya estaban vacías. La vida no continuaba: se desplazaba hacia el mar, hacia los barcos que esperaban en la Bahía de Aguasnegras.
La evacuación estaba en marcha. Gracias a la reducción previa de la población, los pocos civiles que quedaban eran llevados con rapidez a la flotilla. Criptas, templos y bodegas ya no servían de albergue, sino de puntos de salida. Cada hora contaba.
No quedaban ejércitos. Solo patrullas exhaustas y una ciudad que se vaciaba calle a calle, sombra a sombra. La Fortaleza Roja seguía siendo el centro de mando… y el último lugar donde aún ardía una llama de esperanza.
Allí, en la Fortaleza Roja, estaban reunidos los últimos que aún conservaban esperanza: Jon Snow. Daenerys Targaryen. Arya Stark. Samwell Tarly. Tyrion Lannister. Sansa Stark. Ser Davos. Y el pequeño Jonaerys, dormido en brazos de Sansa, ajeno al destino que ardía sobre todos.
No para pelear, sino para decidir lo imposible.
Pero estaban desesperados.
Habían visto lo que el Rey de la Noche podía hacer. Habían visto sus llamas apagarse ante él. Sus líneas romperse. La magia, fallar.
Y ahora, lo único que querían… era encontrar una forma, cualquier forma, de acabar con él.
No quedaban aliados. Ni dragones ilesos. Solo decisiones que dolían como espadas.
Y fue Daenerys quien habló.
No eran palabras de fe ciega, ni de rabia. Eran palabras nacidas de la pérdida… y de la certeza de una deuda que la había seguido desde el día en que sintió por primera vez a su hijo en su vientre.
Ella había querido creer que era otra mentira, una amenaza hueca. Pero ahora, con dos de sus hijos de fuego caídos y cada nombre amado reducido, la advertencia ya no sonaba como superstición… sino como una campana que se acercaba.
Habló sin levantar la vista:
—He perdido hijos de fuego —dijo—. Y ni siquiera eso bastó.
El silencio cayó, pesado como ceniza.
—Si los dragones no fueron suficientes… tal vez necesitamos algo más. Algo más antiguo. Más profundo. Más cruel.
Sus palabras no eran teoría.
Eran advertencia.
—La profecía de Azor Ahai… habla de Portadora de Luz. La única arma que puede acabar con esta oscuridad.
Su voz no tembló.
—Pero no se forja con acero —añadió—. Se forja… con sacrificio.
Y entonces miró a Jon.
—Para encenderla, Azor Ahai atravesó el corazón de quien más amaba.
No pidió respuestas ni absoluciones. Había dicho lo que debía decir. La decisión vivía en ella: si el mundo la reclamaba, llegaría el momento.
Nadie respiró. Y todos entendieron.
Jon tendría que matarla.
Solo así surgiría la llama que tal vez pudiera detener al Rey de la Noche.
Sansa se quedó sin aliento.
Arya endureció la mandíbula.
Tyrion bajó los ojos.
Y Jon… solo la miró. En silencio. Como si las palabras se le atragantaran.
Pero entonces, habló.
—No —dijo con voz baja, pero de piedra—. No lo aceptaré. No lo haré.
No mientras quede otra opción.
Daenerys no insistió.
Pero no tenía que hacerlo.
Todos sabían que, si no aparecía otra vía… ese sería el final.
Sam rompió el silencio antes de que nadie hablara de otra locura.
—Podríamos intentar lo obvio… —dijo, con cautela—. Acero valyrio. Si conseguimos que alguien lo alcance, podría matarlo.
Jon asintió despacio. Todos conocían la leyenda… y que él mismo había matado a un Caminante con una espada así.
—Pero no ahora —respondió, la voz áspera—. No cuando está rodeado por un muro de espectros. No cuando cada paso hacia él costaría cien vidas.
Arya frunció el ceño, como midiendo distancias invisibles en su mente. Era imposible. No con el ejército que quedaba.
—Para alcanzarlo tendríamos que atravesar un mar de muerte —dijo Sansa, con calma gélida—. Caeríamos antes de verlo siquiera.
Entonces Tyrion habló.
—Tal vez… haya otra forma.
Y, por primera vez en días, una chispa de algo parecido a esperanza brilló en sus ojos.
—Aerys planeó usarlo. Nunca lo hizo. Pero sigue aquí. Bajo nuestros pies.
Fuego valyrio. Antiguo. Letal. Y muy real.
—Sellado en cámaras bajo la ciudad —explicó—. Cientos de barriles. Cámaras ocultas. Siguen allí desde la guerra.
—¿Y si lo trasladamos? —propuso, señalando un mapa polvoriento—. A campo abierto. Alguna llanura al sur. Preparamos una trampa y lo atraemos allí.
Parecía brillante: salvar la ciudad, destruir al enemigo.
Pero Sam cerró su libro con fuerza y negó con la cabeza.
—No se puede mover. Las cámaras se construyeron para sellarlo, no para transportarlo. Si se agita, golpea o enciende… explota. Ni siquiera los alquimistas de Aerys lo intentaron.
—Está incrustado en los cimientos —añadió Davos—. Bajo nuestras botas.
Todos lo entendieron al instante: la única forma de usarlo… era aquí. En el corazón de King’s Landing.
Su detonación borraría todo.
Pero entonces surgió la duda.
—¿Y si no funciona? —preguntó Sam, en voz baja, como si el silencio anterior pudiera romperse con solo pensarlo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Davos, aunque en el fondo ya intuía la respuesta.
—El fuego de Drogon no le hizo nada. Lo vimos. Ni una quemadura. Ni una señal. Solo caminó a través de las llamas como si fueran niebla.
Tyrion frunció el ceño.
—Pero esto no es fuego común —insistió—. Es fuego valyrio. Antiguo. Alquimia pura.
—Sí —asintió Sam—, pero nadie sabe si eso basta. No hay registros. Ninguna prueba.
Sansa miró el mapa con el ceño fruncido.
—Entonces… ¿y si arriesgamos todo y no sirve de nada?
Un silencio distinto llenó la sala.
No era el silencio de la resignación.
Era el del miedo a apostar todo… y perderlo.
Jon apretó los puños.
—Solo hay una forma de saberlo —dijo finalmente—: intentarlo.
Pero entonces vino lo peor.
—No basta con encenderlo —dijo Sam—.
Requiere una vida.
Un sacrificio.
—¿Una vida? —preguntó Sansa, helada.
—Alguien debe encenderlo desde dentro. En el momento exacto. Cuando el Rey de la Noche esté en el centro de la ciudad.
O no servirá de nada.
En el corazón de la ciudad se encuentra una de las mayores concentraciones de fuego valyrio. Si se activa estando el Rey de la Noche presente, aseguraremos el mayor daño posible contra él.
Todos callaron.
Entonces, como última esperanza, Jon propuso:
—¿Y si usamos a Drogon? Lo suficiente como para lanzar fuego desde el aire. Activar una zona preparada.
Sin arriesgar a nadie.
—Una chimenea. Una torre. Algo aislado —sugirió Davos—. Si se hace bien, podría funcionar.
Y por un instante, todos respiraron.
Solo un poco.
Pero Tyrion fue directo.
—La explosión será tan grande… que alcanzará a Drogon.
Y a su jinete.
Ni siquiera desde el cielo escaparían.
El fuego no perdona.
El silencio se alargó, asfixiante, como si la sala misma contuviera el aliento. Nadie quería decirlo. Nadie quería siquiera imaginarlo. Pero todos sabían que, si había una solución… exigiría lo impensable.
Arya no miraba a nadie. Sus ojos estaban fijos en la mesa, en los mapas, en las sombras del fuego que danzaban sobre la piedra. Su rostro era una máscara de calma, pero sus manos —cerradas en puños sobre sus piernas— temblaban apenas. Entonces, en medio de ese silencio cargado de destino… se puso de pie.
—Yo lo haré.
No hubo dramatismo.
Ni discursos.
Solo una voz firme que rompió el silencio.
No lo decía como quien se ofrece a morir.
Sino como quien sabe lo que hay que hacer… y lo hace.
—Iré por los túneles —continuó—.
Encenderé el fuego valyrio cuando escuche la señal.
Daenerys puede estar con Drogon en lo alto. Cuando vean al Rey de la Noche, Drogon puede golpear la campana del Torreón de Maegor y hacerla sonar.
Cuando suene… sabré que es el momento.
El silencio que siguió fue denso.
Un peso invisible que cayó sobre todos.
Jon se puso de pie de inmediato, con los ojos llenos de furia y espanto.
—No —dijo—. No vas a hacerlo.
Lo dijo como si pudiera detener el mundo con esas palabras.
Pero Arya no lo miró como una hermana.
Lo miró como alguien que ya ha cruzado un umbral del que no se vuelve.
—Soy la única que puede hacerlo —dijo—.
Nadie más en esta sala irá.
Nadie más en el mundo lo haría.
Yo lo haré.
No había orgullo.
Ni tristeza.
Solo certeza.
Davos apretó la mandíbula.
Tyrion cerró los ojos.
Sam no encontró palabras.
Y Sansa… Sansa solo la miraba, inmóvil, como si algo dentro de ella se estuviera rompiendo.
Nadie la detuvo.
Porque todos sabían que, si alguien podía hacerlo… era ella.
Y eso lo hacía aún más insoportable.
Hasta que Sansa, casi en un susurro, habló.
—No tienes que morir —dijo—.
Podemos usar una vela. Una que tarde en arder lo justo para que puedas salir de ahí.
Daenerys puede recogerte en la salida antes de que explote… y salir.
—Con tu agilidad… —añadió Davos, como si de pronto volviera a respirar— podrías tener una oportunidad real.
Arya bajó la mirada.
Guardó silencio.
Y cuando volvió a alzar la vista, su decisión seguía ahí.
—Entonces encenderé la vela… y correré.
Tan rápido como pueda.
—Yo iré con Daenerys —interrumpió Jon—. Si algo sale mal, puedo ayudar.
—Te esperaremos cerca del viejo septo —añadió—. Drogon bajará lo justo para recogerte. Y saldremos antes de que explote.
Sansa asintió con un hilo de esperanza.
Tyrion murmuró:
—Si todo sale bien… no habrá sacrificio.
Cuando el consejo terminó, las órdenes fueron claras: la ciudad se vaciaría lo antes posible. Al anochecer, la flotilla aguardaría en alta mar, lejos del alcance del enemigo, lejos de cualquier destrucción.
Y así nació el plan.
No era un plan brillante.
Ni justo.
Ni seguro.
Pero era el mejor que tenían.
Y mientras la sala se quedaba en silencio…
la profecía seguía allí.
Inmóvil.
Inquebrantable.
En un rincón, Daenerys apenas escuchaba las voces. Mientras los demás se aferraban a la esperanza del fuego valyrio, su mente volvía, una y otra vez, a la profecía...
Quería creer que tal vez bastaría. Que tal vez podían salvarlo todo sin más muertes. Pero en su interior, la duda ardía. ¿Y si no era suficiente? ¿Y si el Rey de la Noche solo podía ser detenido al precio que ella más temía pagar?
Ya había perdido demasiado. Hijos de fuego. Amistades. Legados. Y sabía que la muerte aún no había terminado su obra. Sentía que, si la profecía no se cumplía, el precio no sería solo el fracaso… sino la caída de aquellos que aún amaba.
Y no quería ver morir a nadie más.
Ni a Jon.
Ni a Drogon.
Ni a Jonaerys.
Si el fuego fallaba, ya sabía cuál sería el final.
Jon, sin embargo, no miraba los mapas ni escuchaba ya las voces. Solo veía a Arya. A su hermana. A la niña que había protegido entre muros de nieve, y que ahora, sin miedo, se ofrecía al fuego.
Quería detenerla. Quería gritar. Pero sabía que no podía. Ella ya había elegido. Igual que él, tiempo atrás, al cruzar el Muro. Igual que todos los que entienden que hay cosas más grandes que ellos mismos.
Apretó los puños.
Bajó la mirada.
Y solo pensó en que, si todo salía mal, él estaría allí para al menos salvar lo que quedara.
Porque aún creía en otra salida.
Una que no cobrara más vidas.
Una que no lo obligara a perderla también a ella.
Y mientras los demás trazaban rutas y medidas, Jon se aferraba a lo único que podía sostenerlo.
Esperanza.
Y esa esperanza, ahora, tenía un nombre:
Arya Stark.