Capítulo 101: El Final Parte II

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La Fortaleza Roja ya no era más que un cadáver ardiente. Sus torres, ennegrecidas y rotas, se alzaban como dientes de un monstruo moribundo, envueltos en fuego valyrio que seguía devorando las piedras con hambre interminable. King’s Landing había dejado de existir. Y por un breve, brevísimo instante… los sobrevivientes en el barco creyeron que todo había terminado.

Pero entonces la tierra tembló.

Una grieta se abrió en la base de la fortaleza, profunda como una herida sin fondo. El suelo gruñó como si la propia ciudad estuviera maldiciendo su destino. El mar enmudeció. Y el cielo… pareció apartarse.

Desde el abismo, una bola de fuego verde emergió con violencia monstruosa. El aire se quebró a su paso, el sonido se convirtió en una ola sónica que rompió el horizonte. La llamarada ascendió con arrogancia, como si desafiara a los dioses, y luego cayó como una sentencia de muerte sobre la costa.

El impacto desató una tormenta de nieve, humo y escombros. Nada quedó intacto. Nada quedó en pie. Y cuando la nube de polvo comenzó a disiparse, revelada por un calor que derretía incluso el aire… emergió una silueta.

Era Drogon.

O lo que quedaba de él.

Arrastraba su cuerpo mutilado entre los restos ardientes. Su piel colgaba en jirones, chamuscada hasta los huesos. Una de sus patas era solo un muñón sangrante, y sus alas... colgaban como banderas desgarradas por una guerra interminable. La mitad de su rostro era una masa humeante, fundida por el fuego, irreconocible. Pero lo que hizo que el mundo se detuviera fue su único ojo intacto.

Azul.

Frío.

Antinatural.

Los sobrevivientes lo entendieron todos a la vez. Una punzada de hielo les atravesó el alma. Los labios de Sansa apenas lograron articular el horror.

—El Rey de la Noche…

Y entonces lo vieron.

Detrás del dragón moribundo, una figura emergió entre las llamas, tambaleante, consumida por el humo y la ceniza. El Rey de la Noche no era el mismo.

Antes de que el fuego valyrio explotara, había logrado convertir a Drogon, transformándolo en su sirviente no-muerto. Eso le había permitido usar el cuerpo masivo del dragón como escudo, protegiéndose detrás de las escamas y huesos de su nueva creación mientras escapaba de la devastación.

Pero ni siquiera esa barrera de carne muerta y magia había sido suficiente.

Su armadura, antes perfecta, estaba hecha jirones, fundida en partes, como si la explosión hubiera arrancado capas de su propio ser. Su piel, agrietada como vidrio helado al borde del colapso, dejaba ver pulsos oscuros bajo la superficie. Uno de sus brazos colgaba inútil, partido a la altura del codo. Su andar era más lento. Casi humano.

Y sin embargo… su mirada seguía intacta.

Azul.

Fría.

Implacable.

Herido, sí. Dañado. Pero no vencido.

La explosión había logrado lo imposible: había quebrado parte de lo que era. Pero no lo suficiente. Él seguía allí. Y con él, el invierno.

Un viento glacial descendió de los cielos. El último rugido de Drogon se alzó entre el humo, un lamento tan desgarrador que el alma de todos a bordo pareció astillarse. El fuego verde lo envolvía por completo, devorándolo desde adentro. Y así, el último dragón ardió hasta que no quedó más que hueso, ceniza... y un eco.

El Rey de la Noche se giró, lentamente, hacia los barcos. Su simple presencia parecía congelar el mar mismo. Todo se detuvo. Todo… excepto el miedo.

Desde la niebla, un ejército emergió detrás de él. Caminantes. Miles. Incontables. Sus cuerpos marchaban con furia, no con calma. No era una procesión, era una estampida. Avanzaban con las mandíbulas abiertas, los brazos estirados como garras, arrastrando armas oxidadas, cuerpos deformes, huesos que crujían al moverse. Pero no era caos al azar. Todos miraban en la misma dirección. Todos deseaban lo mismo. Al llegar a la costa, no se detuvieron en silencio… se desataron.

Se estrellaron contra la orilla como una ola frenética. Gritaban sin voz, un chillido espectral que no nacía de gargantas, sino de algo más profundo, más roto. Algunos se lanzaban al agua solo para hundirse como piedras muertas, otros se arrodillaban y golpeaban el suelo con los puños, como bestias enjauladas. Algunos se retorcían de frustración, arañando la arena, escupiendo el odio con miradas que podían quebrar la voluntad. Y todos, sin excepción, lo hacían mirando hacia los barcos.

Era como si el mar —solo agua, aparentemente— fuera un muro invisible. Una barrera que los contenía… por ahora.

Y aun así, no cesaban. Su furia era tan abrumadora que incluso desde los barcos se sentía. Sus cuerpos seguían moviéndose, chocando unos contra otros, empujando, buscando una grieta en lo imposible. Como si el deseo de alcanzar a los vivos pudiera romper incluso las leyes del mundo. Como si supieran que allí, alejándose de ellos, flotaba el último latido de la vida humana.

Y allí estaban los vivos, temblando al verlos. No por lo que hacían. Sino por lo que anunciaban: que la muerte no se cansa. Que el fin no retrocede. Que aquello que los perseguía no se detendría... jamás.

En la proa, Tyrion lo comprendió todo. Su rostro se tornó gris. No había redención. No había escape. Habían perdido. Todo lo que sacrificaron —reinos, nombres, sangre, amor— había sido inútil. Incluso la esperanza… había sido un error.

—Alejémonos de aquí… —susurró, aunque su voz ya no tenía destino.

Las velas se alzaron. Las cuerdas chillaron. Los barcos se alejaron, como fantasmas flotando en una bruma de derrota. Atrás quedaban las ruinas de un mundo roto.

Y mientras la niebla los envolvía, se supo la verdad: no solo habían perdido la guerra… habían perdido el derecho a soñar con algo más.

Solo quedaban espectros vacíos arrastrando el peso del fracaso. Porque a veces, lo peor no es morir… es vivir sabiendo que nada valió la pena.

Antes de que todo se perdiera en la niebla, los ojos azules del Rey de la Noche se alzaron hacia el mar infinito... como si supiera que todavía había más por conquistar.

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