Las olas golpeaban suavemente la orilla de Essos, un contraste cruel y agridulce con el sonido siniestro del hielo y el viento al que se habían acostumbrado. El mar murmuraba su indiferencia, como si se burlara de su miseria.
En el puerto los esperaba Daario Naharis. No hubo abrazos, ni sonrisas, ni palabras de consuelo; solo una mirada resignada, amarga, que sellaba una derrota compartida. Él no preguntó nada. Ellos tampoco respondieron.
—Venid —dijo, su voz hueca, sin calor—. Os daré refugio… por ahora.
Y los condujo por lo que quedaba de la ciudad. Las calles estaban desiertas, las fachadas desmoronadas y las lámparas apagadas. Todo olía a polvo y a abandono. Cada paso resonaba como un eco en un mundo que ya no tenía sentido.
Sansa caminaba cabizbaja, sosteniendo al niño —el último legado de Jon y Daenerys— contra su pecho. Tyrion, Davos y Sam la flanqueaban, rostros vacíos, ajenos a todo salvo al peso de su fracaso.
Los alojaron en una sala amplia y fría, donde unas antiguas lámparas de aceite proyectaban sombras largas y deformes en las paredes. Nadie habló. Las palabras carecían de sentido ahora. El silencio pesaba más que cualquier grito, más que cualquier lágrima.
Samwell se sentó aparte y abrió un libro antiguo que había traído consigo, intentando encontrar algún resquicio de esperanza entre las palabras de hombres muertos hace siglos. Pero incluso las letras parecían mirarlo con desprecio: una maraña de símbolos vacíos, tan inútiles como las promesas de los dioses.
En Westeros, mientras tanto, los Caminantes Blancos gobernaban, cubriendo el mundo con un invierno eterno. Ya no eran leyendas, sino los arquitectos amargos de una nueva era de desesperación. Las tierras de los hombres se doblaban y quebraban ante ellos, sin resistencia posible.
En la sala, la última vela parpadeó antes de rendirse a la oscuridad. La luz se apagó. Con ella se extinguió la última llama en sus almas.
Miraron hacia el horizonte negro, y entendieron que ya no quedaban héroes ni canciones; que la noche era oscura y albergaba horrores reales y eternos. Cada uno comprendió, en silencio, la amarga verdad: el mundo que conocieron había muerto, y ellos eran sus fantasmas errantes, perdidos en un exilio sin fin, sin propósito, sin esperanza.
En la tensión palpitante de este mundo bifurcado, se encuentra una dualidad que no puede ser ignorada. A un lado yace un dominio oscuro, gobernado por la noche eterna y poblado por figuras de muerte y desesperación. En contraposición, un reino de luz resplandece, donde los vivos aún tienen la oportunidad de soñar bajo el sol, aunque sus sueños estén manchados de incertidumbre.
Aquí, dos fuerzas antagónicas coexisten en un equilibrio precario: la muerte fría y helada enfrentando a la vida, ardiente y efímera. Es, en esencia, un mundo de hielo y fuego.
Las sombras cubrieron la estancia. Nadie habló. Nadie se atrevió siquiera a imaginar un mañana que ya no les pertenecía.
Y en ese silencio —profundo como una tumba abierta— quedó grabada la certeza final: no hubo héroes, ni canciones, ni lecciones aprendidas; solo ceniza, frío y un vacío que devoraba cualquier sentido. Todo sacrificio fue devorado, inútil, irreparable. Que incluso el recuerdo sería tragado por la noche.
Y en el silencio, ni el viento se atrevió a moverse.