Escena postcréditos

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Un hombre viejo con el cabello totalmente blanco y manos nodosas estaba sentado en su estudio, rodeado de libros, pergaminos y artefactos antiguos. Leía con detenimiento un volumen polvoriento, mientras la nieve caía lenta y constante más allá de la ventana.

De vez en cuando levantaba la mirada para ver cómo los copos se acumulaban en el alféizar. En una de esas pausas, con un suspiro, murmuró:

—Parece que ya casi cruzan… —como si hablara solo, o tal vez con alguien que no estaba allí.

Volvió a inclinarse sobre las páginas, aunque sus dedos tamborileaban sobre la madera con impaciencia. El fuego chisporroteaba a su espalda, y la luz del crepúsculo teñía de ámbar las sombras del estudio.

Un rato después, como siguiendo un presentimiento, levantó la vista de nuevo. La nieve caía ahora más densa, más rápida… y entonces la vio.

En la ventana.

Alta, esbelta, vestida con una larga túnica negra y una capa con capucha. Su rostro, oculto bajo una máscara negra que se ajustaba a su cabeza, dejaba ver únicamente los ojos: uno blanco, opaco; el otro oscuro y profundo.

El blanco no era natural. No era una bendición ni un poder antiguo. Era el recuerdo de una herida brutal, una quemadura o golpe que, hacía mucho, le había arrebatado la visión y le había dejado la mirada congelada en el tiempo.

Había aparecido allí sin hacer el menor ruido. Más que el silencio mismo.

Las manos del viejo se detuvieron. Un escalofrío recorrió su espalda, pero no apartó los ojos. Su cuerpo reaccionó con un leve sobresalto, pero no parecía asustado.

—Ya estás aquí… —murmuró, mientras cerraba el libro con cuidado.

Tomó su copa de vino y bebió un sorbo largo, casi temblando. El cristal tintineó al volver a posarlo sobre la mesa.

—Pasa —dijo, con voz grave, contenida.

Ella obedeció sin palabras. La ventana se abrió como por sí sola, y la figura cruzó el umbral, tan silenciosa que ni siquiera la madera del suelo se quejó bajo su peso. El fuego en la chimenea se encogió al sentir su presencia.

El viejo la observó mientras avanzaba, con un brillo febril en los ojos que relucía a la luz del fuego.

—Siempre tan silenciosa… —comentó, con un dejo de reverencia y un amago de sonrisa.

Sabía —y aún le asombraba— que estuviera viva. La idea de que su cuerpo hubiera resistido aquel horror seguía pareciéndole irreal. Entendía por qué ocultaba cada rincón de su cuerpo: no por vanidad, sino porque las cicatrices hablaban demasiado, y algunas heridas, aunque cerradas, todavía dolían más que el silencio.

Nadie dijo nada. Ella no hablaba. Solo descolgó de su espalda un paquete alargado, envuelto en tela marrón, y lo depositó sobre la mesa con una delicadeza casi solemne.

El viejo permaneció inmóvil por un instante, como saboreando la espera, conteniendo una emoción demasiado grande para sus palabras. Luego, con un suspiro entrecortado, deslizó sus dedos sobre la tela.

Comenzó a desenvolver el paquete, y a cada nudo que soltaba, el aire en la habitación se volvía más denso, más eléctrico, como si estuviera cargado de tormenta.

Cuando la tela cayó por completo, lo que emergió fue una espada.

El pomo estaba ennegrecido, deformado y quemado, como si hubiera sido arrancado del mismísimo infierno. Pero la hoja… la hoja estaba intacta. No solo intacta, sino más afilada que nunca. Y lo más inquietante era su color: un verde imposible, brillante, profundo, un verde que había visto antes y jamás olvidaría.

El viejo inclinó el rostro hacia la hoja para mirarla más de cerca, y fue entonces cuando su reflejo apareció sobre el acero.

Un rostro pequeño, envejecido, marcado por una gran cicatriz que cruzaba la mejilla como un relámpago. Un rostro que durante años había sido célebre en el mundo, ahora oculto bajo el peso de las décadas y las sombras de su estudio. Unos ojos que, pese al tiempo y las pérdidas, aún brillaban con malicia e inteligencia.

—Azor Ahai… —susurró para sí, sin apartar la mirada.

Era como si todas las batallas, todas las traiciones y pérdidas hubieran sido solo prólogo para este momento.

Con una mano temblorosa, rozó apenas la hoja con la yema de los dedos. Ésta respondió con un leve destello, como si entendiera.

Una sonrisa amarga, torcida y triunfal se dibujó en su rostro. Y en un susurro que se perdió entre las sombras del estudio, pronunció:

—Finalmente, después de tanto tiempo… podemos soñar con la primavera.

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