El barco flotaba en el silencio. Las velas aún colgaban, inmóviles, como banderas rendidas. Las aguas del Blackwater estaban inquietas, salpicadas de brasas verdes y cenizas que caían lentamente, como copos de un invierno que ya no sabía si era suyo.
King’s Landing ardía todavía a lo lejos, pero las llamas habían empezado a menguar. La tormenta de nieve, que durante mucho tiempo había azotado las costas y cubierto la ciudad, se debilitaba, como si el sacrificio en la Fortaleza Roja hubiera roto algo en el corazón del invierno.
La nieve, antes feroz y densa, caía ahora en suaves copos dispersos. Las ráfagas de viento helado se fueron calmando hasta ser apenas un murmullo sobre las olas. Y poco a poco, las nubes comenzaron a abrirse, dejando asomar jirones de cielo pálido entre el gris. En algún lugar, más allá del humo y las nubes rotas, la luz de la mañana trataba de colarse, débil pero persistente.
En la cubierta, nadie habló. Todos miraban al horizonte. Cansados. Rotos. Pero incapaces de apartar la vista de lo que quedaba.
Tyrion seguía en la proa, las manos colgando a los costados, los ojos enrojecidos. Sansa se sentaba junto a Samwell, acurrucando al bebé contra su pecho, envolviéndolo bien mientras él lloriqueaba suavemente, ajeno a la magnitud de lo que acababa de perder.
Samwell permanecía a su lado, con la cabeza baja, el rostro bañado por lágrimas secas. Davos miraba al mar, como si buscara en sus aguas alguna respuesta que no venía.
Las cenizas caían sobre ellos como una segunda nieve. Pero ya no era fría. Solo gris.
En el horizonte, las últimas nubes oscuras se deshilachaban, dejando que un rayo de luz débil cayera sobre las ruinas de la ciudad. Por primera vez en días, el sol se insinuaba. Tímido, pálido. Pero allí estaba.
El bebé se removió en los brazos de Sansa y emitió un pequeño sonido, casi un suspiro. Sansa lo besó suavemente en la frente y le susurró algo que nadie escuchó. Samwell pasó un brazo sobre ella y sobre el niño, cerrando los ojos.
El mar ahora quieto. Las aguas negras reflejaban el fuego menguante de la ciudad y, ahora, también una franja clara de cielo.
La tormenta se desvanecía. Las últimas cenizas se mezclaban con los últimos copos de nieve, cayendo lentamente hasta desaparecer en las olas.
Y así, en silencio, los supervivientes se quedaron allí, mirando cómo la noche se rendía y el invierno se disipaba. Sin Jon. Sin Daenerys. Y sin Arya. Pero con la certeza de que, de algún modo, la vida continuaría.
El barco se meció una vez más sobre las aguas heladas, llevando consigo las cenizas de una ciudad y la promesa frágil de un nuevo amanecer.
Tyrion levantó la vista por última vez hacia el horizonte y murmuró para sí:
—No los olvidaremos —dijo, con voz ronca y apagada—. Nunca.
El viento frío barrió la cubierta, llevando las últimas cenizas al mar, mientras un hilo de luz se expandía lentamente entre las nubes.
La bruma se alzó como un suspiro del mundo que despertaba tras el dolor. Por un instante, el mar, el cielo y la ciudad rota parecieron detenerse, unidos en un silencio antiguo, casi sagrado.
Allí, donde reinos cayeron y los dioses guardaron silencio, el amanecer finalmente encontró su camino.
No con gloria. No con triunfo.
Sino con la frágil, pero invencible, promesa de empezar de nuevo.