Capítulo 99: El Final

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El barco flotaba en el silencio. Las velas aún colgaban, inmóviles, como banderas rendidas. Las aguas del Blackwater estaban inquietas, salpicadas de brasas verdes y cenizas que caían lentamente, como copos de un invierno que ya no sabía si era suyo.

King’s Landing ardía todavía a lo lejos. La tormenta de nieve, que durante semanas había azotado las costas y cubierto la ciudad, por fin se deshacía. Como si el sacrificio en la Fortaleza Roja hubiera quebrado algo en el corazón del invierno.

Ya no nevaba. Solo quedaban algunos copos rezagados, que descendían mezclados con cenizas. El viento helado se calmaba. Y entre las nubes desgarradas, jirones de cielo pálido comenzaban a abrirse paso. En lo alto, la luz del sol se insinuaba tras el velo gris: débil, pero persistente.

En la cubierta, nadie habló. Todos miraban al horizonte. Cansados. Rotos. Pero incapaces de apartar la vista de lo que quedaba.

Tyrion seguía en la proa, las manos colgando a los costados, los ojos enrojecidos. Sansa se sentaba junto a Samwell, acurrucando al bebé contra su pecho, envolviéndolo bien mientras él lloriqueaba suavemente, ajeno a la magnitud de lo que acababa de perder.

Samwell permanecía a su lado, con la cabeza baja, el rostro bañado por lágrimas secas. Davos miraba al mar, como si buscara en sus aguas alguna respuesta que no llegaba.

Las cenizas caían sobre ellos como una segunda nieve. Pero ya no era fría. Solo gris.

En el horizonte, un rayo de luz rompía la penumbra del humo. Por primera vez en semanas, el sol asomaba. Tímido. Pálido. Pero allí estaba.

El bebé se removió en los brazos de Sansa y emitió un pequeño sonido, casi un suspiro. Sansa lo besó suavemente en la frente y le susurró algo que nadie escuchó. Samwell pasó un brazo sobre ella y sobre el niño, cerrando los ojos.

El mar estaba quieto. Las aguas negras reflejaban el fuego menguante de la ciudad y una franja clara de cielo en expansión.

La tormenta se desvanecía. Las últimas cenizas se mezclaban con los últimos copos, cayendo lentamente hasta desaparecer en las olas.

Y así, en silencio, los supervivientes se quedaron allí, contemplando lo que había quedado. Sin Jon. Sin Daenerys. Y sin Arya. Pero con la certeza de que, de algún modo, la vida continuaría.

El barco se meció una vez más sobre las aguas heladas, llevando consigo las cenizas de una ciudad y la promesa frágil de un nuevo comienzo.

Tyrion levantó la vista por última vez hacia el horizonte y murmuró para sí:

—No los olvidaremos —dijo, con voz ronca y apagada—. Nunca.

El viento barrió la cubierta, llevando las últimas cenizas al mar, mientras la claridad ganaba terreno sobre el cielo.

La bruma se alzó como un suspiro del mundo que despertaba tras el dolor. Por un instante, el mar, el cielo y la ciudad rota parecieron detenerse, unidos en un silencio antiguo, casi sagrado.

Allí, donde reinos cayeron y los dioses guardaron silencio, la luz encontró su camino.

No con gloria. No con triunfo.

Sino con la frágil, pero invencible, promesa de empezar de nuevo.

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