Capítulo 98: El precio de la victoria

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El barco se mecía lentamente sobre las aguas heladas del Blackwater, con las velas caídas y el mástil cubierto de escarcha.

En la cubierta, nadie hablaba. Solo el sonido del mar, de la madera que crujía y del aire frío.

Los sobrevivientes permanecían juntos, inmóviles, con la mirada fija en King’s Landing. Todos esperaban. Esperaban ver a Jon y Daenerys surcando el cielo sobre un dragón, emergiendo de las sombras para traer la victoria. Esperaban… que aún quedara esperanza.

La ciudad aún estaba en pie, aunque cubierta por un manto gris y tétrico, con las murallas quebradas por el hielo y las calles plagadas de cadáveres. Los Caminantes Blancos se movían en las torres como sombras inquietas, implacables. La Fortaleza Roja, negra y altiva, dominaba el horizonte como un verdugo al acecho.

Sansa sostenía al bebé de Jon y Daenerys contra su pecho, sus manos temblorosas, sus labios murmurando palabras que ni ella misma escuchaba. A pesar de su postura erguida, no apartaba los ojos de la ciudad, como si buscara una señal que nunca llegaría.

Samwell permanecía a su lado, con la mirada perdida en el horizonte. Tyrion, en la proa, apoyaba los puños en la baranda, su mandíbula apretada, los nudillos blancos.

Davos Seaworth permanecía junto a ellos, mirando King's Landing con el ceño fruncido y los labios apretados, sus manos agrietadas por el mar aferradas al borde de la cubierta.

El bebé gimió suavemente, como si percibiera la tensión en el aire. Sansa lo acunó con más fuerza, bajando la cabeza por un momento, su cabello rojizo cayendo como un velo sobre la pequeña criatura.

Entonces ocurrió.

Primero, una vibración sorda, casi imperceptible. El tipo de sonido que se siente antes de oírse. Una presión que golpeó los oídos de todos a bordo como un puño invisible.

Y luego, el destello.

Un fogonazo verde estalló desde las entrañas de King’s Landing. No fue repentino, sino acumulativo. Como si algo se inflara bajo la ciudad, presionando el suelo, forzando su camino hacia la superficie.

Un segundo después, el mundo estalló.

Desde el centro de la ciudad, una detonación brutal atravesó el aire. El suelo se levantó en una onda de tierra, piedras y fuego. Los cimientos del centro urbano fueron arrancados de cuajo por la fuerza de la explosión.

El estruendo llegó como una ola compacta de metal chocando contra roca. El fuego valyrio se propagó en todas direcciones, reventando casas, templos, murallas interiores. No era magia difusa ni llamas místicas flotando en el aire. Era una tormenta de explosiones químicas, ardientes, voraces.

Las calles se llenaron de fuego en segundos, avanzando por los canales como si fueran venas que se inflaman. Edificios de madera saltaban por los aires. Las estructuras de piedra resistían apenas unos segundos más, antes de derrumbarse por la presión acumulada.

Los tejados de la ciudad salieron volando como tapas de calderas. Balcones, estatuas, campanarios: todo lo que se alzaba en vertical fue derribado por la presión de la onda expansiva. Ventanas estallaban hacia afuera, lanzando cristales como dagas.

La Fortaleza Roja, aunque construida con la piedra más dura de Westeros, no resistió. Sus niveles superiores colapsaron uno tras otro, como si fueran fichas de dominó malditas. Una de las torres principales explotó desde dentro, lanzando escombros en llamas por encima de los muros.

La muralla exterior se fracturó. Se quebró como una columna vertebral demasiado vieja. Grandes bloques cayeron hacia dentro y fuera de la ciudad, levantando nubes de polvo y escombros que cubrían el cielo.

Las puertas de la ciudad se deformaron con el calor, se doblaron como hierro rojo al fuego. Las calles cercanas al epicentro desaparecieron en cráteres de fuego valyrio, y todo lo que no fue quemado, fue enterrado.

El impacto llegó al barco con una violencia inesperada. Una ola de calor y presión los empujó hacia atrás. El agua se alzó con fuerza, desplazada por la onda expansiva, y golpeó los flancos del navío como una criatura desesperada. El mástil crujió. Las velas temblaron. El aire ardía en los pulmones. Algunos cayeron de rodillas. Otros se aferraron a lo que pudieron.

En el cielo, una columna de humo verde y negro subía en espiral, expandiéndose como un hongo lento y amenazante. Bajo ella, la ciudad ardía.

Las llamas devoraban techos, avanzaban por los callejones como bestias hambrientas. No eran llamaradas caóticas, sino ríos definidos de fuego, siguiendo los canales, los túneles, los pasadizos secretos, propagándose con precisión letal.

El fuego valyrio no dejaba nada a medias. Quemaba huesos, metales, maderas. Las estructuras se colapsaban sobre sí mismas, atrapando el sonido de los últimos gritos humanos dentro de ruinas humeantes.

Las nubes negras, espesas, comenzaron a cubrir el cielo por completo, y del interior de la ciudad surgían detonaciones secundarias: depósitos ocultos, sótanos sellados, barriles antiguos de fuego que estallaban uno tras otro como una sinfonía de muerte.

A cada nueva explosión, el suelo temblaba bajo el barco, y el agua se agitaba como si el mar mismo estuviera tratando de alejarse.

Los Caminantes Blancos que aún quedaban dentro de la ciudad fueron alcanzados por las llamas y el colapso. No desaparecieron en polvo mágico. Fueron aplastados, calcinados, enterrados. La muerte que vino por ellos no fue poética. Fue definitiva. Brutal.

Desde la distancia, la ciudad parecía hundirse lentamente en su propio fuego, como una estatua cayendo hacia un abismo. El perfil de King’s Landing se desfiguraba segundo a segundo. Las torres, los puentes, los techos… todo se volvía humo.

Y el rugido no cesaba. Era constante. Como una respiración monstruosa que seguía alimentando el infierno.

En el agua, cenizas flotaban como nieve tóxica. Las brasas caían como meteoros suaves sobre la cubierta del barco. Los personajes no hablaban. No podían.

Lo sabían. Lo sentían.

Ese fuego no era una victoria. Era una tumba.

Y todo el mundo lo sabría: el precio de la esperanza fue todo lo demás.

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