El frío la mordía mientras corría. Sus pies golpeaban las losas, su aliento blanco rasgaba el aire, pero no se detenía. Nunca lo hacía.
Arya avanzaba por los pasillos como una sombra, ágil y desesperada, esquivando columnas caídas, saltando sobre escombros, agachándose por debajo de vigas astilladas. Las grietas de hielo trepaban por las paredes y el techo a su alrededor, pero ella no miraba atrás.
Sus piernas eran pura furia, su corazón, un tambor de guerra. El sonido del hielo siguiéndola era ensordecedor: crujidos, estallidos y un viento helado que parecía querer arrancarle la piel. Pero ella seguía. Siempre avanzando.
De pronto, el suelo bajo sus pies tembló. Primero como un susurro. Después, como si el mundo entero se partiera en dos. Los muros gimieron, polvo y escarcha llovieron desde el techo. Arya resbaló un instante, pero apoyó la mano en la pared y siguió corriendo, más rápido todavía.
Y entonces la vio. La cueva. Un arco de roca negra al final del pasillo, su boca abierta como la de un dragón dormido, con el sonido del mar golpeando las piedras más allá. La misma cueva por la que había escapado de niña, cuando todo era diferente. Ahora, esa cueva era su única salvación.
La brisa salada le rozó la mejilla, fría y húmeda, como una promesa que casi podía tocar. El rugido del mar se mezclaba con los latidos de su corazón. Arya apretó la daga en su mano y se inclinó hacia adelante, vaciando en cada zancada todo lo que le quedaba.
Las sombras parecían apartarse, el azul del hielo quedaba atrás, y la luz gris del mar la esperaba al final.
Pero entonces lo sintió. Una luz —no azul, ni blanca— sino un verde voraz, encendiéndose a su espalda. El rugido del fuego valyrio estalló detrás de ella como un trueno, profundo y cruel, llenando el pasillo con un resplandor monstruoso.
El calor la alcanzó, primero como una ráfaga que arrancó el aire de sus pulmones, después como un muro que la levantó del suelo. El dolor llegó de inmediato, en latigazos. La espalda se le cubrió de ampollas, la ropa se chamuscó y se deshizo en jirones, su cabello se quemó en mechones que olían a humo y sal.
Sintió la piel de su hombro cuartearse bajo el fuego, la manga de su abrigo pegarse a su carne antes de deshacerse. Su grito estalló, áspero y breve, perdido entre el rugido de las llamas y del mar.
La daga cayó, resonando una vez contra la piedra antes de perderse en la penumbra. Sintió cómo su cuerpo volaba hacia la boca de la cueva, más allá, hacia el mar. Entre el rugido del fuego y el choque de las olas, la oscuridad la envolvió, y ya no hubo nada más.
Solo el sabor de sal en los labios.