El sótano temblaba con un frío antinatural. Las grietas del techo seguían extendiéndose, y en la escalera ya se oía el tropel de garras y huesos: los espectros descendían como una marea oscura.
Jon inspiró hondo, con la espada firme en sus manos, y dio un paso al frente. Detrás de él, los barriles de fuego valyrio estaban alineados contra las paredes, silenciosos, mortales. No podía dejar que los alcanzaran.
Los primeros espectros llegaron con un chillido apagado. Saltaron sobre él como lobos famélicos. Jon los enfrentó sin dudar, pese al dolor, pese al agotamiento. Sus movimientos eran más lentos que antes, sus esquivas menos precisas. Pero aún resistía. Cada tajo convertía a uno en polvo, cada estocada era una barrera entre los muertos y el fuego.
Las criaturas eran implacables, y él ya no podía esquivar todos sus ataques. Unas garras le rasgaron el muslo, otras le arañaron el costado. Pero Jon no se detuvo. Golpeaba con precisión, retrocedía cuando era necesario, y volvía a avanzar, manteniéndose entre los barriles y la horda.
Fue entonces cuando ocurrió.
Uno de los espectros, al caer por un tajo mal dado, golpeó con su cuerpo una de las bases de madera que sostenía varios barriles. El crujido fue seco. La estructura cedió.
Jon se giró, desesperado, justo a tiempo para verlos desplomarse.
Los barriles cayeron al suelo con un estruendo sordo. La madera se astilló. Tapas reventaron. El contenido se esparció como un río viscoso por el suelo de piedra. En segundos, el sótano quedó inundado por un mar verde que brillaba bajo las antorchas. El fuego valyrio estaba por todas partes.
Jon contuvo la respiración. Esperó la explosión. Esperó sentir su cuerpo arder. Pero no ocurrió.
Solo el silencio… y el brillo letal del líquido derramado.
Los espectros avanzaban, ahora con los pies chapoteando sobre ese mar aceitoso. Jon los enfrentó con el corazón acelerado, sabiendo que cualquier chispa, cualquier roce con el fuego, sería el fin.
Golpeaba con fuerza renovada, no por sí mismo, sino por Arya. Por los que esperaban afuera. Por lo que aún quedaba por cumplir.
Su respiración era un rugido contenido, sus brazos ardían, su costado palpitaba, pero no soltó la espada ni un instante. Dándolo todo, luchando con cada fibra de su ser, hasta que el último espectro se desmoronó a sus pies.
Entonces llegó el silencio. El sótano estaba lleno de aquel resplandor ominoso, el aire pesado y expectante. Las sombras temblaban sobre las paredes manchadas de verde.
Jon se quedó quieto, jadeando, la espada en una mano, su sangre goteando sobre las losas. Lentamente, con un gesto deliberado, caminó hacia la pared y arrancó una antorcha encendida de su soporte. El calor leve de la llama le devolvió un poco de fuerza.
Con la espada en la derecha y la antorcha en la izquierda, bajó la vista al suelo. El charco verde ondulaba alrededor de él, reflejando las sombras como fantasmas. Esperó. Oyó cómo el viento se colaba por las grietas, cómo el hielo crujía sobre su cabeza.
Dando tiempo. Para que Arya corriera. Para que ella viviera.
Fue entonces cuando lo sintió. No un sonido. No un movimiento. Sino una sensación. Un escalofrío tan profundo que le heló la nuca y le atravesó el pecho, como si la propia muerte acabara de entrar en la sala.
Su respiración se detuvo. Sus dedos se cerraron más fuerte en la espada y la antorcha. Levantó la mirada. Allí estaba. Daenerys.
Descendía por los escalones lentamente, sus pies apenas rozando las losas, envuelta en una penumbra cruel. Su piel cuarteada de hielo, sus heridas abiertas, sus cabellos rígidos, sus ojos vacíos y azules. No quedaba calor en ella.
Ella avanzaba con movimientos rígidos, con las manos abiertas como garras, el aire a su alrededor helando incluso el fuego valyrio a sus pies.
Era un cascarón sin alma, inútil para cualquier profecía. No había nada que sacrificar donde ya no quedaba esencia.
Jon la miró, inmóvil. Su respiración se detuvo. Sintió las lágrimas congelarse en sus mejillas. Él nunca había pensado en herirla. Ni siquiera ahora. Ni siquiera así. Nunca lo haría.
Su espada pesaba de pronto como una montaña en su mano. No la necesitaba más, no tenía propósito. Portadora de Luz jamás existiría. La profecía se había quebrado como el hielo. Solo quedaban ellos. Sus dedos temblaron y la soltó. La hoja se hundió en el mar verde a sus pies, desapareciendo con un suave susurro que sonó a despedida.
Con los brazos abiertos, la recibió. Ella lo embistió con la violencia de los muertos, sus garras rasgándole la espalda, el abrigo, la carne, arrancándole mechones de cabello. Pero él no la apartó. Nunca.
La abrazó con toda la fuerza que le quedaba, como si así pudiera arrancarla de ese frío. Como si su calor pudiera alcanzarla una última vez. Apoyó la frente contra la de ella.
Ella se sacudió en su abrazo, retorciéndose, arañándole la carne, fría como la tumba. Jon inspiró hondo, sus dedos temblaron, y soltó la antorcha que sujetaba.
—Siempre… mi reina.