Primero fue un suspiro seco, casi imperceptible…
Un instante después, estalló: un estruendo que sacudió el salón entero. Un coro de chasquidos y crujidos, como si el suelo se desgarrara desde las entrañas del mundo.
Las grietas bajo sus pies resplandecieron, extendiéndose como relámpagos atrapados en la piedra. Y estallaron.
Del suelo brotaron picos. Primero uno, enorme, afilado como una lanza de cristal. Después otro. Y pronto una docena, en todas direcciones, rápidos y brutales, con un rugido de escarcha que arrancaba losas y polvo del techo.
El charco se convirtió en un bosque de cuchillas heladas, creciendo a una velocidad imposible.
Jon reaccionó por instinto. Saltó a un lado mientras un pico emergía justo donde había estado un segundo antes. Otro lo rozó en el costado, y el dolor fue inmediato: un tajo profundo que le quemó la piel con frío y sangre. Cayó al suelo, rodó sobre las losas, jadeando y dejando un rastro oscuro tras de sí.
Se apoyó en las manos, alzó la vista y buscó a Daenerys. Y la vio.
Ella no fue tan rápida. Un pico brotó bajo su pierna y la atravesó con un crujido seco y brutal. Otro le perforó el abdomen. Un tercero le abrió el pecho. Su cuerpo se arqueó, sus manos se cerraron en el aire, como si quisiera aferrarse a algo invisible, y un grito breve y desgarrado se perdió en la ráfaga helada.
Los picos siguieron creciendo, levantándola del suelo, suspendiéndola en el aire como una figura rota en un altar de hielo. Su cabello colgaba desordenado, sus ojos aún abiertos y brillando.
Y entonces lo supo. No fue casualidad. No fue azar. El Rey de la Noche lo había evitado. Porque entendía la profecía. Y se le había adelantado.
Jon, herido, comenzó a arrastrarse hacia ella. Sus manos arañaban las losas mientras dejaba un rastro de sangre, el cuerpo entero temblándole, las lágrimas congelándose en sus pestañas. No sentía nada más. Solo esa necesidad animal de alcanzarla.
—¡Dany! —gritó, o creyó gritar; su voz sonó como un rugido apagado, tragado por el viento.
Pero cuando estaba a punto de incorporarse, sintió unas manos pequeñas y firmes aferrarlo por el hombro y tirarlo hacia atrás. Arya.
Él la miró, confundido, furioso, mientras ella lo empujaba contra el suelo.
—¡No! —gruñó, intentando zafarse—. ¡Suéltame!
—No puedes llegar hasta ella —escupió Arya, sus ojos oscuros ardiendo—. ¡Mira!
Jon miró más allá. El suelo que rodeaba a Daenerys era un infierno de picos, creciendo todavía, retorciéndose como garras, imposibles de cruzar. No había nada que pudiera hacer.
Pero él seguía forcejeando. Intentó avanzar de nuevo, arrastrándose, y Arya lo sujetó con más fuerza, clavando las rodillas en el suelo para impedir que se levantara.
—¡Déjame ir! —gruñó Jon, su voz quebrada—. ¡Dany…!
Ella giró su rostro hacia él. Incluso atravesada por los picos, incluso suspendida en el aire, lo miraba. Esa mirada, por un momento, seguía siendo suya. Triste. Resignada. Como diciendo adiós.
Y luego, lentamente, su mirada se apagó.
Jon se detuvo. Su respiración se volvió errática. Sus hombros temblaron, y sintió que algo dentro de él se partía. Ya no podía hacer nada. Nada más.
Arya lo sacudió con fuerza, su voz un susurro furioso en su oído:
—¡Mírala, Jon! ¡Ya no puedes salvarla! ¡Pero sí puedes salvar a todos los demás!
Él no contestó, sus ojos aún anclados en los de Daenerys. Pero entonces Arya tiró de él con todas sus fuerzas, obligándolo a volver la cabeza.
—El sótano —dijo ella, entre jadeos—. Westeros aún depende de nosotros.
Justo debajo del salón, en el sótano, había una gran cantidad de fuego valyrio. Si lo detonaban, acabaría con el Rey de la Noche, pero también con ellos. Era su última esperanza, y su último sacrificio.
Jon la miró, y en sus ojos encontró la misma comprensión terrible que sentía en su pecho. Ya no tenían razones para quedarse. Ya no había nada que defender en este salón maldito. La profecía había fallado, Daenerys estaba muerta, y el Rey de la Noche seguía invencible. Pero aún les quedaba una última carta que jugar: el fuego valyrio. Explotar todo. Matar al monstruo con ellos dentro si era necesario. Hacer que valiera la pena. Era lo único que podían hacer. Lo último.
Jon cerró los ojos, apretó los dientes y, con un gruñido ahogado, finalmente cedió. Se puso en pie lentamente, apoyándose en el brazo de Arya y en su propia voluntad, y juntos comenzaron a retroceder hacia la oscuridad del pasillo.
Atrás quedaba el salón, el brasero muerto, el agua congelada, los picos afilados. Y ella. Suspendida en el aire, hermosa y rota, con su despedida grabada en el silencio.